viernes, 11 de abril de 2014

EL SALÓN

Nick Bertozzi ha imaginado para El Salón una intriga siniestra en la que envuelve a lo mejor de la vanguardia artística del París de 1907. Los cadáveres decapitados de unos cuantos bohemios, más o menos artistas, asustan a Leo y Gertrude Stein, y los hermanos deciden convocar a sus amigos, los Apollinaire, Satie, Braque o Picasso, para descubrir entre todos al asesino y librarse de la amenaza. Con este planteamiento convencionalmente inquietante, el relato va encadenando encuentros, discusiones y peripecias de los nombrados y de otros muchos (también participan, como algo más que comparsas, Matisse, Gauguin, Kahnweiler), que desembocan en el Salón que da título a la obra, la exposición que consagrará el genio del joven Picasso.


Enredar a personajes reales en una ficción es recurso usual en novela, pero no tanto en cómic. Bertozzi lo emplea con inteligencia, pues logra que la búsqueda del misterioso criminal se confunda con la indagación estética de los artistas que la emprenden y la resolución de la intriga tenga bastante que ver con ella y con sus modos de vida, es decir, con sus maneras de ser artistas. En El Salón, Braque y Picasso discuten los fundamentos de un nuevo arte, aunque será el español, ambicioso, desenfrenado y carente de todo escrúpulo, quien lo personalizará; Gertrude Stein conoce a Alice B. Toklas, se pelea con su hermano y se conoce a sí misma; Matisse pugna por la primacía en el nuevo arte con los recién llegados; Gauguin se hunde en la miseria y la sinrazón. Y todos consumen absenta y, en consecuencia, derivan, como lo hizo su arte, por los límites de la realidad y de lo irreal, de modo que la ficción y las invenciones de Bertozzi despliegan las andanzas y las
ideaciones de aquellos exploradores geniales. Los artistas que dibuja, en suma, parecen tan pequeños y tan desmesurados, tan humanos, como uno podría imaginárselos.

Bertozzi crea, sobre un esquema de página invariable como una cuadrícula, un relato sombrío, de negruras generosas, como corresponde a la intriga, a las que añade un color de variedad chirriante, aplicado como bitono, artificioso intencionadamente y que choca con los usos dominantes en el medio. Su relato sincopado, de capítulos yuxtapuestos y aspecto escueto, adquiere densidad gracias al juego constante con la profundidad de plano, en la que se juegan las complejas relaciones cruzadas entre sus protagonistas, y gracias también a las abundantes insinuaciones y guiños al lector, que aportan bastante humor y no poca pimienta a su ficción.



Que Picasso encuentre recursos para su creación en los Katzenjammer Kids o en Krazy Kat
tiene su aquel. El Salón resulta, en suma, una historieta de aire singular, que con sus viñetas de aspecto inesperado y su argumento, entre el relato negro, el sainete y la reflexión estética, reconstruye aquel instante decisivo para la historia del arte contemporáneo en que los artistas dijeron adiós a la realidad, para zambullirse en sus creaciones.





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