miércoles, 26 de febrero de 2014

LA ASCENSIÓN DEL GRAN MAL

  El francés David B, nació como Pierre - François Beauchard en Nîmes en 1959. A temprana edad empezó a recoger en su cuaderno los oscuros desvaríos que ampara la noche. Tenía un buen motivo: sobrevivir. Su infancia, marcada por la epilepsia de su hermano Jean Christophe, un voraz horror que consumió las energías de su familia en un peregrinar de (presuntos) sanadores, le obligó a ello. Podía admirar a sanguinarios conquistadores, charlar en un bosque tenebroso con amigos imaginarios o disfrutar de las lecturas de héroes y demonios. Para la válvula de escape en que se convirtió su afición por el dibujo, ese impulso de rebeldía ante el mundo que lleva en sí todo artista, no hay mejor combustible que los hallazgos del subconsciente.









Este aprendizaje, y muchas otras cosas, son la columna vertebral del libro Epiléptico, antes conocido como La ascensión del Gran Mal durante su publicación original en seis volúmenes, entre 1996 y 2003. A este respecto cabe advertir que el título es engañoso: quienes se acerquen a Epiléptico buscando una obra comprensiva con la enfermedad y piadosa con el enfermo, se verán sorprendidos. Hay dolor y cariño, pero también rencor y reproche y la insatisfacción íntima de quien se sabe distinto a los demás y debe construir un caparazón que le aísle del daño.


David B. se dibuja entonces con una armadura, como la de un samurai, con la que enfrentarse a las penalidades mundanas. Densa y prolija, la obra acumula, capa sobre capa, distintos sedimentos, pues está ambiciosamente planteada sobre la memoria biográfica (en unos parámetros similares a los del realismo mágico de, por ejemplo, La casa de los espíritus), el curanderismo y el esoterismo (desde la macrobiótica al vudú pasando por la acupuntura), la genealogía (fugaces retratos de abuelos, primos, padres, etc.), el costumbrismo social (con hincapié en la inadaptación del diferente) o el tratado historicista, esencialmente bélico (centrado en Francia, por supuesto, pero sin olvidar a personalidades como Hitler o Gengis Khan), entre otros, para construir un relato arquetípico de paso a la madurez. La lectura duele y agota, abruma por su meticulosidad y desarma por su sinceridad.

Como el autor jamás claudica de su punto de vista, la progresiva incomprensión y el distanciamiento entre los dos hermanos se traslada a las páginas y Jean Christophe y la enfermedad que lo degenera se convierten en una sombra ominosa que planea sobre el desarrollo personal y artístico -cambio de nombre incluido- del futuro historietista. En este combate entre enfermedad, rivalidades masculinas y entrada en el mundo adulto, la hermana pequeña, Florence, queda desdibujada. Ella misma, en el conmovedor prólogo, confirma la rigurosidad de los hechos, herida por un recuerdo de felicidad primitiva, sin empañar por los sufrimientos posteriores. Los abnegados padres jamás tiran la toalla, pese a que la esperanza se disipa con cada arruga que certifica el paso de los años. Porque el tiempo pasa, pero no igual para todos.

Al crecer, David B. tira sus libros de niño, seducido por el fulgor de sus descubrimientos vitales y literarios, pero su hermano se aferra a ellos, representantes de sueños que jamás verá cumplidos. También cuando busca amigos, e incluso una compañera, sigue pensando Jean Christophe que es el niño que fue o que creía ser. La enfermedad le va venciendo de todas las formas posibles, desde la marginación social a la ira absurda y el abandono personal definitivo.











 David B. elude el riesgo de monotonía con inventiva (por ejemplo: convirtiendo viñetas en alegorías, como en la pág.15, donde el inicio de “la gran ronda de médicos” por la que pasará Jean Christophe queda retratada como un corro de la patata con la familia en el centro) y ocasionales construcciones atípicas (por ejemplo: “en almena”, como las de las páginas 168 y 169, fortaleciendo la idea de su resistencia a la dolencia nerviosa; o “en escalera”, como las de las páginas 222 y 223 para representar unos ritos vudú). También recurre a perturbadoras páginas encadenadas por un vocero siniestro, como las de las páginas 282 y 283, a modo de recapitulación. Sus figuras no rompen el cuadro, aunque a veces puedan convertirse en el propio marco (p.ej: páginas 301 a 307). Otras veces este se difumina en sueños, como en el sugerente epílogo, o en meditaciones, como las que transcurren entre las páginas 284 y 286.




Notablemente, las ilustraciones de David B carecen de perspectiva, lo que contribuye a su irrealidad. La profundidad de campo es desconocida y los personajes son retratados frente a la cámara, rígidos como un pantocrátor, o en procesión, como en los retablos medievales. En compensación, una rica imaginería se adueña de la página, guiándonos con una cadencia alucinatoria, de narración oral más que cinematográfica, con un poso de angustia y fogonazos breves de sensualidad. A medida que avanza la historia, el trazo se vuelve más expresionista, más duro y tenebroso, como puede comprobarse en las páginas 342 y 343, con rayas más gruesas y rectilíneas, aun conservando, en líneas generales, bastante homogeneidad en su conjunto, remarcable en una producción que abarca siete años.
























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