El francés
David
B,
nació como Pierre - François
Beauchard en
Nîmes en 1959. A temprana edad empezó
a recoger en su cuaderno los oscuros desvaríos que ampara la noche.
Tenía un buen motivo: sobrevivir. Su infancia, marcada por la
epilepsia de su hermano Jean
Christophe,
un voraz horror que consumió las energías de su familia en un
peregrinar de (presuntos) sanadores, le obligó a ello. Podía
admirar a sanguinarios conquistadores, charlar en un bosque tenebroso
con amigos imaginarios o disfrutar de las lecturas de héroes y
demonios. Para la válvula de escape en que se convirtió su afición
por el dibujo, ese impulso de rebeldía ante el mundo que lleva en sí
todo artista, no hay mejor combustible que los hallazgos del
subconsciente.
Este aprendizaje, y muchas otras cosas, son la columna vertebral del libro Epiléptico, antes conocido como La ascensión del Gran Mal durante su publicación original en seis volúmenes, entre 1996 y 2003. A este respecto cabe advertir que el título es engañoso: quienes se acerquen a Epiléptico buscando una obra comprensiva con la enfermedad y piadosa con el enfermo, se verán sorprendidos. Hay dolor y cariño, pero también rencor y reproche y la insatisfacción íntima de quien se sabe distinto a los demás y debe construir un caparazón que le aísle del daño.
David B. se dibuja entonces con una armadura, como la de un samurai, con la que enfrentarse a las penalidades mundanas. Densa y prolija, la obra acumula, capa sobre capa, distintos sedimentos, pues está ambiciosamente planteada sobre la memoria biográfica (en unos parámetros similares a los del realismo mágico de, por ejemplo, La casa de los espíritus), el curanderismo y el esoterismo (desde la macrobiótica al vudú pasando por la acupuntura), la genealogía (fugaces retratos de abuelos, primos, padres, etc.), el costumbrismo social (con hincapié en la inadaptación del diferente) o el tratado historicista, esencialmente bélico (centrado en Francia, por supuesto, pero sin olvidar a personalidades como Hitler o Gengis Khan), entre otros, para construir un relato arquetípico de paso a la madurez. La lectura duele y agota, abruma por su meticulosidad y desarma por su sinceridad.
Como
el autor jamás claudica de su punto de vista, la progresiva
incomprensión y el distanciamiento entre los dos hermanos se
traslada a las páginas y Jean
Christophe y
la enfermedad que lo degenera se convierten en una sombra ominosa que
planea sobre el desarrollo personal y artístico -cambio de nombre
incluido- del futuro historietista. En este combate entre enfermedad,
rivalidades masculinas y entrada en el mundo adulto, la hermana
pequeña, Florence,
queda desdibujada. Ella misma, en el conmovedor prólogo, confirma la
rigurosidad de los hechos, herida por un recuerdo de felicidad
primitiva, sin empañar por los sufrimientos posteriores. Los
abnegados padres jamás tiran la toalla, pese a que la esperanza se
disipa con cada arruga que certifica el paso de los años. Porque el
tiempo pasa, pero no igual para todos.
Al crecer, David B. tira sus libros de niño, seducido por el fulgor de sus descubrimientos vitales y literarios, pero su hermano se aferra a ellos, representantes de sueños que jamás verá cumplidos. También cuando busca amigos, e incluso una compañera, sigue pensando Jean Christophe que es el niño que fue o que creía ser. La enfermedad le va venciendo de todas las formas posibles, desde la marginación social a la ira absurda y el abandono personal definitivo.
Al crecer, David B. tira sus libros de niño, seducido por el fulgor de sus descubrimientos vitales y literarios, pero su hermano se aferra a ellos, representantes de sueños que jamás verá cumplidos. También cuando busca amigos, e incluso una compañera, sigue pensando Jean Christophe que es el niño que fue o que creía ser. La enfermedad le va venciendo de todas las formas posibles, desde la marginación social a la ira absurda y el abandono personal definitivo.
David
B. elude
el riesgo de monotonía con inventiva (por ejemplo: convirtiendo
viñetas en alegorías, como en la pág.15, donde el inicio de “la
gran ronda de médicos”
por la que pasará Jean
Christophe queda
retratada como un corro de la patata con la familia en el centro) y
ocasionales construcciones atípicas (por ejemplo: “en almena”,
como las de las páginas 168 y 169, fortaleciendo la idea de su
resistencia a la dolencia nerviosa; o “en escalera”, como las de
las páginas 222 y 223 para representar unos ritos vudú). También
recurre a perturbadoras páginas
encadenadas
por un vocero siniestro, como las de las páginas 282 y 283, a modo
de recapitulación. Sus figuras no rompen el cuadro, aunque a veces
puedan convertirse en el propio marco (p.ej: páginas 301 a 307).
Otras veces este se difumina en sueños, como en el sugerente
epílogo, o en meditaciones, como las que transcurren entre las
páginas 284 y 286.
Notablemente,
las ilustraciones de David
B carecen
de perspectiva, lo que contribuye a su irrealidad. La profundidad de
campo es desconocida y los personajes son retratados frente a la
cámara, rígidos como un pantocrátor, o en procesión, como en los
retablos medievales. En compensación, una rica imaginería se adueña
de la página, guiándonos con una cadencia alucinatoria, de
narración oral más que cinematográfica, con un poso de angustia y
fogonazos breves de sensualidad. A medida que avanza la historia, el
trazo se vuelve más expresionista, más duro y tenebroso, como puede
comprobarse en las páginas 342 y 343, con rayas más gruesas y
rectilíneas, aun conservando, en líneas generales, bastante
homogeneidad en su conjunto, remarcable en una producción que abarca
siete años.
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