Vivès es
ya, pese a su juventud (nació en febrero de 1984), uno de los
nombres imprescindibles del panorama internacional. El anuncio de
cada nuevo proyecto despierta expectación repartida entre sus
seguidores y los jurados de los más prestigiosos certámenes
franco-belgas. Como unos pocos elegidos, ha pasado de joven promesa a
referencia del mundo de la viñeta en el tiempo que se tarda en
deletrear su nombre. La ascensión al Olimpo comenzó con El
gusto del cloro(galardonado
con el premio Essentiel Révélation del Festival de Angouleme en
2009), un depurado ejercicio de estilo alrededor de las prácticas de
natación de un chaval un miércoles a la semana.
El
gusto del cloro se
lee en un suspiro y deja detrás esa misma evanescencia de las cosas
fugaces, de esas que pensamos, por un momento, que podemos retener,
aprisionadas en un hábito, pero el tiempo, implacable, nos burla, y
las hemos perdido antes de haberlas tenido siquiera. Esa es la
propuesta del autor y sabe Dios el trabajo que le habrá llevado
conseguirla, por no mencionar el talento necesario. Vivès,
como un matemático del instante, como un músico de la forma,
selecciona pacientemente la imagen que contiene a las demás, que
vuelve innecesarias las tomas intermedias. Las viñetas discurren
como una melodía, con su propio tempo, con un algo de dulce
ensoñación.
Es fácil quedar asombrado con el despliegue gráfico,
tan capaz de pormenorizar un gesto atrapado al vuelo como de resumir
un movimiento con una mancha de color, y, sin embargo, lo realmente
difícil es articular esos hallazgos para trascender la estampa
costumbrista. La historia queda depurada hasta la anécdota,
simplificada y a la vez engrandecida, como un símbolo. Conmueve
porque ya la hemos vivido. Construida con emociones sencillas, como
el roce fugaz de un beso en la mejilla, Vivès apela
a esos recuerdos insignificantes pero vivificadores, de los que están
hechos los vicios y las costumbres, pero también las ilusiones,
frágiles como una gota de agua. Evita los nombres propios. Quiere
proporcionar ese aire de chisme vecinal de “le ocurrió a un amigo
de un amigo”. Así nos resulta doblemente mítica y cercana, pues
le podría haber pasado a cualquiera, incluido a nosotros. Y, en
cierta forma, nos sucedió años atrás, excepto por uno o dos
detalles de la biografía particular de cada uno.
No
se insistirá lo bastante sobre las deliciosas ilustraciones, la
inteligencia de su elección, la delicadeza de su trazo, la
sensibilidad de una mirada, en esencia, juvenil, pero que ya ha
aprendido el sinsabor de la vida. En una profesión donde abundan los
atajos, donde puede triunfar (y a menudo triunfa) quien aprende a
dibujar muñequitos musculosos con los dientes apretados, Vivès acude
al apunte del natural (del amigo, no del modelo) y lo sublima en una
perfecta síntesis entre el realismo y la línea clara. La aparente
sencillez de la composición esconde la sabia elección de
encuadres, certeros y hermosos en los planos acuáticos, donde esa
soledad característica del hombre en un medio inhóspito es
reproducida con insultante verosimilitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario