miércoles, 12 de marzo de 2014

EL GUSTO DEL CLORO

 Vivès es ya, pese a su juventud (nació en febrero de 1984), uno de los nombres imprescindibles del panorama internacional. El anuncio de cada nuevo proyecto despierta expectación repartida entre sus seguidores y los jurados de los más prestigiosos certámenes franco-belgas. Como unos pocos elegidos, ha pasado de joven promesa a referencia del mundo de la viñeta en el tiempo que se tarda en deletrear su nombre. La ascensión al Olimpo comenzó con El gusto del cloro(galardonado con el premio Essentiel Révélation del Festival de Angouleme en 2009), un depurado ejercicio de estilo alrededor de las prácticas de natación de un chaval un miércoles a la semana.



El gusto del cloro se lee en un suspiro y deja detrás esa misma evanescencia de las cosas fugaces, de esas que pensamos, por un momento, que podemos retener, aprisionadas en un hábito, pero el tiempo, implacable, nos burla, y las hemos perdido antes de haberlas tenido siquiera. Esa es la propuesta del autor y sabe Dios el trabajo que le habrá llevado conseguirla, por no mencionar el talento necesario. Vivès, como un matemático del instante, como un músico de la forma, selecciona pacientemente la imagen que contiene a las demás, que vuelve innecesarias las tomas intermedias. Las viñetas discurren como una melodía, con su propio tempo, con un algo de dulce ensoñación.

Es fácil quedar asombrado con el despliegue gráfico, tan capaz de pormenorizar un gesto atrapado al vuelo como de resumir un movimiento con una mancha de color, y, sin embargo, lo realmente difícil es articular esos hallazgos para trascender la estampa costumbrista. La historia queda depurada hasta la anécdota, simplificada y a la vez engrandecida, como un símbolo. Conmueve porque ya la hemos vivido. Construida con emociones sencillas, como el roce fugaz de un beso en la mejilla, Vivès apela a esos recuerdos insignificantes pero vivificadores, de los que están hechos los vicios y las costumbres, pero también las ilusiones, frágiles como una gota de agua. Evita los nombres propios. Quiere proporcionar ese aire de chisme vecinal de “le ocurrió a un amigo de un amigo”. Así nos resulta doblemente mítica y cercana, pues le podría haber pasado a cualquiera, incluido a nosotros. Y, en cierta forma, nos sucedió años atrás, excepto por uno o dos detalles de la biografía particular de cada uno.






























No se insistirá lo bastante sobre las deliciosas ilustraciones, la inteligencia de su elección, la delicadeza de su trazo, la sensibilidad de una mirada, en esencia, juvenil, pero que ya ha aprendido el sinsabor de la vida. En una profesión donde abundan los atajos, donde puede triunfar (y a menudo triunfa) quien aprende a dibujar muñequitos musculosos con los dientes apretados, Vivès acude al apunte del natural (del amigo, no del modelo) y lo sublima en una perfecta síntesis entre el realismo y la línea clara. La aparente sencillez de la composición esconde la sabia elección de encuadres, certeros y hermosos en los planos acuáticos, donde esa soledad característica del hombre en un medio inhóspito es reproducida con insultante verosimilitud.



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